El divorcio es una situación familiar traumática en la que hay dos personas responsables: el padre y la madre. Los niños podrán disfrutar de una situación normalizada y estable en cuanto sus padres sean capaces de diferenciar sus problemas de adultos con las necesidades y sentimientos de los hijos.
Nadie duda del amor de ambos cónyuges por los hijos, pero en ocasiones la mente se nubla, y el resentimiento nos hace perder la perspectiva respecto a lo deseable para los niños.
Reflexionemos por un momento: una pareja decide JUNTA tener un niño. Obviamente nadie tendría hijos con la perspectiva de perderlos posteriormente (en parte o totalmente). Juntos los hijos se crían y se les da amor, y como es lógico ambos progenitores enseñan a sus hijos a respetar y querer a su pareja.
Lo que no tiene ninguna lógica es que el divorcio de los padres exija el divorcio emocional de los niños. No puedes decir a un hijo que aquel o aquella a quien enseñaste a respetar y querer ahora es una persona horrible. El daño que hacemos a nuestros hijos es impresionante.
Muchas veces las situaciones que han llevado a la ruptura producen una enemistad (e incluso odio) entre las personas que pueden condicionar a sus hijos. Unas veces de forma manifiesta, otras a través de conductas o gestos que los niños captan perfectamente.
Las menos de las parejas (pero las muy, muy menos) consiguen entender que siguen siendo progenitores y que tienen que estar juntos en determinadas ocasiones importantes para el niño, y que esto da sentido a lo que siempre se les dice “nosotros ya no nos queremos pero los dos te queremos más a ti que a nada en el mundo”.
El niño, cuando ve que los padres no pueden dejar de mantener una actitud hostil en su presencia se siente triste y desorientado, tiene miedo de incurrir en deslealtad si habla más con uno que con otro, si hace o deja de hacer.
Para aquellos padres que ya no son pareja pero no consiguen superar sus diferencias y rencores a pesar de tener niños, existe la posibilidad de realizar una terapia de ex-pareja.
No se trata de conseguir que ellos se lleven ni mejor ni peor, simplemente de que consigan establecer un marco sano de relación para que sus hijos puedan gozar de una cierta tranquilidad, sin tensiones manifiestas ni ocultas.
Es un aprendizaje de “ponerse en el lugar del niño” explicándole las repercusiones que tienen ciertos comportamientos, que a veces pensamos que los niños no captan, así como a conseguir compromisos mutuos de “etiqueta” que pueden ser de gran ayuda para los niños.