La adolescencia es la edad más intensa en la vida del ser humano.
Podríamos decir que la infancia es la época de descubrir el mundo, la edad adulta la época en que intentamos maximizar los beneficios de nuestra vida a los recursos emocionales y económicos de los que disponemos, y la madurez la etapa en la que nos centramos en nuestros seres allegados y disfrutamos de las pequeñas cosas de una forma serena.
Pero la adolescencia… el paso de ser un niño a un adulto es difícil. La revolución hormonal, las inseguridades, el tremendo esfuerzo por conseguir ser aceptado por el grupo.
La experimentación, las preguntas que se hacen los adolescentes sobre quienes son, qué quieren, cómo es el mundo, hacen que esta etapa de la vida sea especialmente vulnerable a padecer desajustes emocionales.
Yo suelo decirle a los adolescentes que están en “una etapa igual de maravillosa que de asquerosa”, y asienten, como si fuera la definición perfecta de sus vidas.
Un adolescente tiene una dicotomía respecto al tiempo: se creen eternos y a la vez las cosas tienen que hacerse al momento, como si no hubiera un mañana.
Es una etapa en la que descubren decepcionados que sus padres, los adultos en general tienen fallos, son imperfectos, y no pierden ocasión de expresar su desdén hacia aquellos que en otros tiempos eran sus referentes absolutos.
Porque no hay que olvidarlo: en la adolescencia el modelo a seguir, el timón de su vida ya no son los padres, están seguros que ellos pueden dirigir su día a día de forma mucho mejor.
Y allí andan, dando bandazos (sanísimos por otro lado), jugando al ensayo-error, como un experimento científico en el que no tienen la serenidad suficiente para analizar las consecuencias de sus actos, y en muchas ocasiones, no prestan atención a la responsabilidad de lo que sale mal.
Esta etapa también tiene una dicotomía respecto a la atribución de las responsabilidades: el locus de control.
De esta forma todo lo malo “que les pasa” a nivel de tener amigos, su aspecto físico, etc, lo consideran su responsabilidad, mientras que unos pobres resultados en los exámenes, perder el abono de transportes o recibir una bronca de un profesor es culpa de los otros.
Los padres se sienten muchas veces perdidos con esa máquina que iba a la perfección y ahora anda a trompicones, como si se fuera a gripar. El niño de las buenas notas y el comportamiento intachable empieza a estar literalmente pegado a su móvil, perdiendo el contacto con la familia.
Ninguno de los planes que les entusiasmaban les interesa (suelen detestar los planes en familia).
Pasan muchísimo tiempo solos en su habitación, empiezan a elegir su ropa, muchas veces recibiendo la crítica manifiesta de sus padres, se interesan por el sexo opuesto pero tienen su cuarto como un potrero.
Duermen como lirones, siempre están cansados (menos para salir), baja su rendimiento académico….
Esta etapa que los padres viven como una lucha constante, tampoco es fácil para los chicos. No se gustan. Se autocritican.
Por otra parte tienen las emociones a flor de piel, cualquier discusión con los amigos se vive como un drama, y los primeros amores son motivo de una gran intensidad emocional, pasando de la risa al llanto por cualquier motivo.
Tener en caso un chaval en esa edad de ruleta rusa emocional necesita una dosis extra de paciencia por parte de los padres. Yo les daría dos recomendaciones, dos reglas de oro:
Tomarse el tiempo para recordar cómo eran ellos en su adolescencia, lo que hacían, lo que sentían, lo que sufrían, lo que disfrutaban, lo que mentían….
No entrar en veinte batallas a la vez. Elegir sólo aquellos asuntos innegociables y hacer la vista gorda en los menos importantes para no abrir la brecha de comunicación.
Es decir, la hora de llegada, estudiar sin móvil, cenar en familia pueden ser normas que no se discuten, pero si su habitación está hecha un asco, aprovechando la existencia de puertas, se cierra, y cuando su nivel de tolerancia al desorden y suciedad se vea sobrepasado, ya hará algo.
Hay que educarles a que se responsabilicen, pero repetir 50 veces las cosas, amenazar, gritar, machacar para no conseguir nada, lo único que hace es reafirmarles en su opinión “ mis padres son unos histéricos, sólo chillan…”
Por otra parte nuestro hijo no es nuestro amigo: es nuestro hijo. No es conveniente invadir su espacio, interrogarle, enjuiciar a sus amistades, eso es un repelente de primera.
Hay que dejarles claro que pueden contar con sus padres si tienen un problema, que le van a respetar, que no tienen que contar el fondo de los problemas, o todos los problemas, pero que en casa van a encontrar el apoyo seguro del amor incondicional, que si necesitan apoyo, allí tienen a sus padres, aunque sólo sea para abrazarles, sin preguntas, sin presiones.
Especialmente delicado es el caso de los adolescentes que “se pierden en si mismos”, que no saben encontrar la forma de encajar con los compañeros o que toman el camino de la autodestrucción a base de cuestionarse su valía personal.
Muchos entran en un bucle de ensimismamiento, soledad autoimpuesta, creencia de que valen menos que los demás, que nadie les acepta.
Algunos se vuelven cada vez más herméticos y encuentran normalmente en redes sociales grupos de chicos y chicas con sus mismos problemas.
Esto puede ser muy peligroso: se retroalimentan los unos a los otros, empiezan a odiar la normalidad y se expresan como diferentes de forma desafiante: creen que son diferentes e intentan acentuar estas diferencias, muchas veces a través de distintas tribus urbanas: Emos, Raperos, Góticos, Heavies, Hippies, Punks, Skaters, Rastafaris, Otakus, Hipsters, Rockabillies, Steampunks, Swaggers, Gamers, Pokemones, Grunges……
Estas subculturas tienen sus propios códigos de estilos de vida, formas de vestir, etc. Algunas son peligrosas porque incitan a cortarse, a vivir en estados depresivos permanentes, otras simplemente se centran en juegos obviando el mundo exterior.
Pertenecer a uno de estos grupos es una forma de autoafirmarse, pero el problema es que no se dan cuenta que aislarse del mundo exterior viviendo en su propia subcultura puede llegar a ser una forma de marginación, de la que en algún momento tendrán que salir para enfrentarse a la vida real, o al menos compaginar ambos mundos.
Lo principal es que los padres detecten síntomas de que algo en los chicos no va bien. Su mal genio, la oposición, querer saber más que nadie, son completamente normales.
Aislamiento, tristeza, apatía, falta de interés por todo, absentismo escolar continuado NO ES NORMAL. En estos casos es necesario actuar, intentar ofrecerles apoyo, “ponerse en sus zapatos”, y en caso de que nada funcione, intentar que hablen con un profesional.
Muchos dirán que no tienen por qué contarle sus cosas a un desconocido, pero la idea es: precisamente porque es una persona que no te conoce no te va a juzgar, te va a escuchar y te va a dar algunos consejos para que estés más cómodo contigo mismo.
No te conoce a ti, pero conoce los problemas de la adolescencia, las cosas que pasan, cómo se siente y cómo se piensa a esta edad, y no te va a dar consejos o charlas interminables sobre “lo que tendrías que hacer”, sólo te guiará para que tengas confianza en ti mismo, aprendas a batallar contra los estados de ánimo negativos, aprendas a quererte y valorarte, consigas no sentirte tan perdido, puedas ver distintas opciones que son como distintos caminos en la vida.
Desgraciadamente nuestra cultura va hacia caminos poco alentadores para tener una adolescencia tranquila. Hay demasiados factores que van apareciendo, que antes no tenían tanto peso específico, y que hace que esta edad sea muy vulnerable.
La paciencia es fundamental, pero la alerta, la vigilancia prudente a su mundo emocional es fundamental en estas edades.