Toda nuestra vida está programada por nuestros padres. Somos bastantes dueños de la situación en los primeros meses de vida, cuando somos los que tomamos decisiones sobre cuando comemos, cuando dormimos y cuando jugamos, pero en cuanto sabemos caminar y andar, ya no volvemos a ser dueños de nuestro destino hasta muchísimos años después.
La infancia, adolescencia y primera juventud se caracterizan por ser etapas en las que los padres deciden sobre nuestro futuro: nos lo dan todo pensando y programado.
Ellos van haciendo la hoja de ruta según nuestras características personales, nosotros mostramos predilección por determinadas actividades, amigos, comidas o asignaturas, pero son pequeñas decisiones sin mucha trascendencia.
Los padres son los encargados de marcar el camino, y nosotros nos dedicamos a vivir, protestar y en definitiva, levantarnos con la certeza de saber qué es lo que tenemos que hacer: cuales son los objetivos a corto plazo.
El primer momento de pánico, en la que se nos pide una decisión personal es a finales de la ESO en la que tenemos que decidir si queremos seguir en dirección a una carrera universitaria o hacer un módulo. Primera ramificación del camino: 2 alternativas.
Es un momento demasiado prematuro en la vida de los chicos, una etapa en la que el reforzamiento a corto plazo es aún más importante que el reforzamiento a largo plazo y esta decisión se toma muchas veces en base a la ley del mínimo esfuerzo.
Porque es complicado que a estas edades su motivación hacia una profesión que requiere más esfuerzo personal sea superior a algo más rápido y que supone acceder al mundo laboral (y un sueldo) en un menor plazo de tiempo.
La toma de esta decisión todavía no es plenamente madura, y los padres, en aquellos casos que sus hijos muestren un potencial un poco diluido por las hormonas, tienen que hacer un esfuerzo extra para hacerles ver los pros y contras de cada alternativa en un futuro.
Aún así los adolescentes siguen ciñéndose a la hoja de ruta, no se sienten demasiado responsables de sus decisiones y en absoluto son capaces de evaluar las repercusiones a largo plazo de la alternativa que hayan elegido, y seguimos por el cómodo mundo de que otros carguen con nuestras decisiones, seguimos apoyados en la farola que suponen los padres.
El gran momento es cuando se acaba el plano, cuando nuestros padres ya no pueden ni deben tomar decisiones por nosotros. Llegamos al fin del mapa de la adolescencia y nos dejan un folio en blanco.
Cada uno con su punto de partida según los pasos que hayan dado anteriormente. Ya no hay en quien apoyarse, ya no podemos delegar las decisiones, tenemos que tirarnos a nuestras propias piscinas.
Este punto es el que marca el inicio de la toma de decisiones “adultas” y para muchos chicos supone un vértigo absoluto: saber que de sus propias decisiones depende su futuro, sin red.
En este momento es normal que la persona presente crisis de ansiedad, una sensación de vacío, dificultad para tomar decisiones sencillas, irritabilidad, falta de concentración…
Una guía sobre cómo tomar estas decisiones, enseñar a la persona a establecer prioridades, analizar sus puntos fuertes y débiles, marcar objetivos de aproximación, les puede resultar muy útil para afrontar los nuevos retos de la vida desde un locus de control interno (atribución interna de las responsabilidades de nuestros actos. )