Esta mañana tomaba café en la terraza de siempre, donde el dueño Juan, un hombre de pocas palabras, según me ve llegar me pone un café, saca unas galletas para los perros y se pone a hablarles muy serenamente mientras se las reparte.
Ni que decir tiene que Juan, al que jamás vi acariciar a mis perros, es el mejor amigo que tienen, y no es por las galletas, antes de que se las diera, siempre querían sentarse en esa terraza.
Bueno esto es una pequeña introducción que sólo sirve para poneros en contexto: estoy en mi pueblín asturiano y la paz, los paseos, la calma me han hecho que la inspiración, y la reflexión se hagan más acentuados.
Ya es Septiembre y aunque hace un tiempo espectacular, por las mañanas corre un viento fresco. Así lo diría yo y muchos de vosotros.
Pues bien, en esa terraza había un grupo de amigos desayunando y se pusieron a hablar del tiempo y una mujer dijo: “yo ya saqué una rebequina, porque se nota el airín de las nueces”.
Y me di cuenta de dos cosas en particular, por una parte la conexión en los pueblos que hay entre la naturaleza y su propia vida, como las estaciones, la vegetación, los animales, forman parte de su vida, marcan su tempo (a las mareas vivas les llaman las mareonas, por ejemplo)
Todo fenómeno de la naturaleza tiene su nombre y su conexión con su día a día, ése que hemos perdido en la ciudad y que a veces nos hace desconectar del entorno, vivir absortos en cuestiones importantes, sin duda, pero que no alimentan nuestro espíritu.
Viento es viento y necesita chaqueta, no es el tiempo en que las nueces están a punto, los avellanos han dado sus frutos, ya se ve como será la temporada de castañas y los manzanos empiezan a teñirse de rojo y de verde.
Las cosechas ya casi ni importan, porque los invernaderos han hecho desaparecer los productos de temporada. La playa sirve para ponerte como un tizón, síntoma de que te lo has pasado fenomenal y de que has veraneado (lo del cáncer de piel es para algunos completamente secundario).
Muchos han ido a la playa y no han dedicado ni cinco minutos a mirar las olas, el horizonte, respirar, integrarse con el entorno, el objetivo es tirarse en una toalla y vuelta y vuelta hasta estar segura que te alabarán el moreno (y por supuesto, subir historias al instagram con la paella de marras).
Eso para mi no es veranear, respeto a todo aquel que tenga tiempo para eso o disfrute de ello, pero lo que realmente me apasiona es todo el que utiliza su tiempo de veraneo para empaparse de todo aquello que no puede tener a diario (y si es sin selfies, mejor).
Que enseñan a sus hijos a tirar cantos rodados al río, que les explican geografía desde un mirador, que les enseñan cómo se llaman los árboles, qué frutos dan, cómo curarte de la picadura de una ortiga, que se tumban a buscar figuras en las nubes, que leen, respiran, pasean, descubren, guardan el teléfono en silencio, al fondo de la mochila y se dedican a vivir.
Esta era la primera parte de la reflexión, la referida a que dejemos de ir por la vida como cohetes teledirigidos y nos demos tiempo para disfrutar de lo pequeño, de lo ínfimo, de lo cotidiano. A veces la simple sonrisa de un niño, ya te valió el día.
La otra parte de mi reflexión se refiere a cómo hablamos a los demás y cómo nos hablamos a nosotros mismos. Somos hoscos, cortantes, no somos demasiado cariñosos ni cercanos, aparte de estar perdiendo la capacidad del diálogo con tanto mensajito por teléfono.
En Asturias tienen una forma muy dulce y particular de hablar, algo cálido que te predisponer a la sonrisa, a la empatía. La comida no es un filete con patatas, en un filetín con papatinas, que no sé a mi me da que se ha hecho con amor, (y más cuando no te acabas la comida y te sale la cocinera de la cocina para preguntarte si no te gustó o que comas más, que estás muy delgadina).
No hay viento, hay airín, culines de sidra, perrines, no hay gente, hay paisanos… todo es más cálido, más próximo. Y se habla así a los demás y a uno mismo.
Si ahora recapacitamos sobre cómo hablamos a los demás y cómo nos hablamos a nosotros mismos podemos ver cierta dureza en ocasiones, las prisas, la falta de solidez en las relaciones que forjamos más allá de nuestro núcleo de amigos pueden ser las causas.
Pero también nos hablamos a nosotros así, el asco de pelo, soy lo peor, vaya careto traigo, seré inútil… nos encanta fustigarnos, como si fuéramos menos de lo que deberíamos ser, sin darnos cuenta que somos lo que somos, y nosotros, queriéndonos a nosotros mismos, tendremos muchas más probabilidades de ser felices y hacer llegar a los demás esa felicidad.
Seamos cálidos en nuestras relaciones, seamos amables con nosotros mismos. Utilicemos el lenguaje para que nuestro estado de ánimo mejore (lo que nos decimos tiene una relación directa con nuestro estado de ánimo).
Os animo a probar estas dos cosas durante una semana:
Mirar a vuestro alrededor, a los árboles, a los niños, a los perros, a los ancianos paseando tranquilos por el barrio, a los amigos riéndose y compartiendo anécdotas, empaparos de lo bueno del entorno
Observad, y si podéis, salid fuera, a la sierra, al campo, al parque, a respirar, ver, disfrutar, sin prisa, dejando la mente con el teléfono en silencio, sólo dejando que vuestros sentidos cobren protagonismo
Revisad cómo habláis y como os habláis, el cariño de las palabras es un boomerang, das y recibes de la misma manera.
Yo seguiré por aquí, trabajando e intentando haceros pensar, otras contando cosas sobre trastornos, otras simplemente intentando que paséis un buen rato.
Necesitaba mi paz, mi casina, mis praos para poder volver a escribir, porque yo misma había dejado de sentir, pero todo vuelve, afortunadamente, y cuando la ilusión vuelve, la sientes de una forma renovada.
Feliz Día de la Santina.