Cuando una relación termina se empieza un comienzo de duelo y reconstrucción personal duro y desesperante.
Hay parejas que ya no funcionaban desde hacía tiempo, pero siguen manteniéndose unidas por la comodidad o el miedo a la soledad, sin ser conscientes que ningún miedo ni dolor es superior al goteo constante de sufrimiento por el que están pasando.
Hasta la peor de las parejas tiene aspectos positivos: tener a alguien cuando llegas a casa, que te calienten los pies en las noches frías, sentir la presencia de alguien, el “ruido” dentro del hogar, compartir gastos, poder ir a sitios que la persona ni se plantea ir sola (como al cine), y una larga lista de “pros” dentro de la relación.
El “contra” muchas veces es más fácil de resumir en: sentir la soledad en compañía, algo que si nos valoramos un poco no deberíamos consentirnos.
Cuando una persona pierde una relación puede sentir incredulidad (a pesar de que las cosas no se producen de golpe, llevan un proceso con muchas pistas que no queremos ver), y luego aparecen pensamientos obsesivos respecto a la ex-pareja.
Se intenta buscar un por qué, qué es lo que falló, se fantasea con la posibilidad de un retorno, se recuerdan los buenos momentos y las cualidades de la otra persona, y especialmente se piensa que jamás se volverá a ser feliz, que jamás encontrará a alguien como la pareja perdida.
La base psicológica de estos pensamiento se encuentra en el refuerzo positivo que nos proporcionaba la pareja (incluso la peor de ellas).
El sentimiento de seguridad, tener a alguien que nos da los buenos días, hablar al llegar del trabajo, los fines de semana de ocio… recordamos lo bueno, lo que nos gratificaba y focalizamos nuestra atención en estos aspectos, llegando a sobrevalorarlos.
En esta situación, que supone una idealización completamente subjetiva, la persona debe tener muy claro aquellos aspectos de la relación que le hacían infeliz.
Probablemente las discusiones, las faltas de respeto, el distanciamiento se estén pasando por alto, no percibiendo que la pareja, a pesar de esa gratificación, causaba un sufrimiento que ahora pasamos por alto: nos centramos y ensalzamos lo bueno.
Cuando a una de estas personas que está pasando por esta situación tan delicada, se le pregunta si “echa de menos la situación o la persona”, se quedan en principio muy sorprendidos, y cuando lo analizan la respuesta que dan, suele ser “la situación”. Es en ese punto en el que tenemos que trabajar.
No se trata de enseñar al paciente a “odiar” a su pareja, de fomentar el resentimiento, simplemente tienen que recordar el pasado con lo bueno, pero también con lo malo, incluso reconociendo su parte de responsabilidad en la ruptura (aprendizaje fundamental en futuras relaciones).
Cuando la persona consigue encuadrar su relación pasada en lo que fue, cuando se siente capaz de reconocer que aquello no funcionaba, tal vez esté preparado para dejar marchar su pasado, y sea el momento de centrarse en si mismo, en su recuperación.
Olvidar el pasado no es que no haya existido, es recordar las anécdotas, los buenos momentos como parte de nuestra vida, con una cierta ternura, como cuando piensas en tu hijo adolescente y larguirucho y recuerdas aquel momento en que te echaba sus bracitos regordetes pidiendo un beso, y no por ello ansiamos que se mengüe y vuelva a ser un bebe.
La tarea de perdón y reconciliación con uno mismo en ocasiones necesita la ayuda terapéutica para dejar en primer lugar que la persona pueda expresar sus emociones, descargarlas, y luego ayudarles a través de tareas programadas a ir venciendo la obsesión dirigiéndoles hacia el pensamiento racional.
Mención especial cabe en el tratamiento de estas personas, el fortalecimiento de la autoestima y la programación de actividades de ocio en las que encuentre una gratificación interna.
Desgraciadamente las relaciones, en las que nos adentramos con tanta ilusion, no siempre salen bien, y cuando así sucede, es mejor dejar partir a la persona y seguir el camino en solitario.
Nunca se sabe por cuánto tiempo, por lo que habrá que prepararse para una nueva forma de vida, en la que el pasado no limite nuestro presente.
Se deja de querer…
y no se sabe por qué se deja de querer;
es como abrir la mano y encontrarla vacía
y no saber de pronto qué cosa se nos fue.
Se deja de querer…
y es como un río cuya corriente fresca ya no calma la sed,
como andar en otoño sobre las hojas secas
y pisar la hoja verde que no debió caer.
Se deja de querer…
Y es como el ciego que aún dice adiós llorando
después que pasó el tren,
o como quien despierta recordando un camino
pero ya sólo sabe que regresó por él.
Se deja de querer…
como quien deja de andar una calle sin razón, sin saber,
y es hallar un diamante brillando en el rocío
y que ya al recogerlo se evapore también.
Se deja de querer…
y es como un viaje detenido en las sombras
sin seguir ni volver,
y es cortar una rosa para adornar la mesa
y que el viento deshoje la rosa en el mantel.
Se deja de querer…
y es como un niño que ve cómo naufragan sus barcos de papel,
o escribir en la arena la fecha de mañana
y que el mar se la lleve con el nombre de ayer.
Se deja de querer…
y es como un libro que aún abierto hoja a hoja quedó a medio leer,
y es como la sortija que se quitó del dedo
y solo así supimos… que se marcó en la piel.
Se deja de querer…
y no se sabe por qué se deja de querer.
José Ángel Buesa