Es comprensible que el momento del divorcio esté impregnado por sentimientos negativos hacia la ex pareja. Se cuentan con los dedos de una mano esos divorcios idílicos en los que la pareja rompe, mantiene una relación de cariño y cooperación (lo que viene siendo una pareja civilizada).
En el divorcio hay uno que es “el malo”, el que da el paso de divorciarse, y pasa automáticamente a asumir el rol de destructor de la familia, y luego esta “el bueno”, el que ha sido abandonado, el que hubiera permanecido eternamente dentro de la unión por “el bien de los hijos”.
Esta simplificación máxima, y sin duda carente de veracidad, es sin embargo la esgrimida por las parejas cuando rompen.
Sin duda existen hechos y situaciones que han motivado la ruptura, y que no se basan sólo en el detonante final, sino que suele haber una situación de alejamiento y desgaste que la pareja no ha querido asumir por comodidad, miedo o convenciones sociales.
En cualquier caso, el momento de la ruptura convierte en dos personas que antes formaban un equipo, en rivales más enconados que un Madrid-Barsa.
La situación, en la que hay un daño emocional muy importante, se agudiza con los temas económicos, en los que ambas partes intentan barrer para casa pensando en rehacer la parte material de su futuro.
Las guerras púnicas que se desatan por la tele, la casa, el juego de plata, el perro, la vajilla buena, o los paños de cocina, vistas desde fuera resultan incomprensibles.
Sacamos el video de la boda, les hacemos un video en la mesa de negociación de las condiciones del divorcio y nos encontramos con dos lindos y cursis gatitos convertidos en tigres de Bengala (pero de los que llevan sin comer varias semanas).
Así que hemos ido sumando factores para llegar a la irracionalidad total: los motivos del divorcio, la decisión del divorcio y el reparto de bienes.
Terminados estos puntos nos solemos encontrar con dos personas que miran para si mismas y suelen ser sinceras cuando dicen que “quieren lo mejor para sus hijos”, porque claro, la cara B de la otra persona, la hasta ahora desconocida, no parece que sea una buena carta de presentación como el mejor padre o la mejor madre.
Ahora es cuando toca hacer el análisis profundo de la situación: los hijos nacen dentro de una relación de pareja, se crían dentro de una familia en la que se les inculca el amor y el respeto al padre y a la madre. Los niños crean sus vínculos afectivos con sus progenitores, que les proporcionan amor y seguridad.
Esta situación que hemos ido creando en la época de las “vacas gordas” no podemos revertirla ahora.
No podemos decirle a los niños que esa persona, su padre o madre, en la que confiaban y que nosotros mismos hemos enseñado a que respetaran y quisieran, es malo, no les quiere, no les va a cuidar, tiene otras cosas que le importan ahora más que sus hijos.
Eso no es querer a un hijo: es romperle la infancia, es romper su escala de valores, socavar el suelo en el que pisan seguros dejando un abismo de miedo y desconfianza. Aprenden que los adultos les han mentido, que de aquellos que pensaban que les querían era todo una farsa.
Los niños no se divorcian de sus padres, nosotros, los adultos, somos los que rompemos una pareja, en algunos casos seremos los que tomamos la decisión, en otras experimentaremos el dolor de vernos traicionados. Es un trabajo muy duro mantener el tipo durante el divorcio y disociar la ruptura de lo que no se puede romper: la parentalidad.
Lo ideal es que los padres hablen sobre los dos escenarios en los que se mueven ahora: a nivel pareja el rencor, la desconfianza, el odio africano, el despecho (todo muy humano y afortunadamente pasajero si se consigue avanzar en el terreno personal).
Otra cosa es la crianza y bienestar de los niños: los pactos para que ellos conozcan la nueva situación: papa y mama ya no se divierten juntos, han dejado de ser mejores amigos, pero se respetan y ambos os queremos, y eso es algo que no se puede romper.
La actitud colaboradora, los halagos (a veces hay que ser un poco falso) sobre el otro miembro de la pareja cuando los niños cuentan algo emocionados, el consenso en la toma de decisiones respecto a ellos, la flexibilidad, el diálogo, les dará un nuevo marco de estabilidad y normalidad necesario para su desarrollo.
Lo que hace que los niños se traumaticen con el divorcio no es la ruptura de la unidad familiar en el sentido “casa común”, lo que les duele son las luchas entre los padres que tienen que presenciar, el papel que a veces se le hace tomar de paño de lágrimas de uno de los cónyuges, el oír cosas denigrantes sobre uno de ellos, o que les digan que ya no les quieren o no importan.
Hay veces que uno de los padres no se comporta tras el divorcio como debería: no hace suficiente caso al hijo, deja de asumir sus responsabilidades económicas, se ausenta.
Todo ello debe ser explicado a los niños de una forma que no les haga sentirse culpables (que es lo que les suele ocurrir), ni tampoco utilizar el insulto o decirles que esa persona ya no les quiere.
Hay que dejar al niño tranquilo, contestar a sus preguntas amortiguando un poco las verdades crueles, no es cuestión de que el progenitor responsable quede como un santo abnegado, no es el momento de ponernos medallas. La máxima expresión de amor es no hacer más grandes las heridas de nuestros hijos.
El tiempo pone cada cosa en su sitio, cuando sean mayores, por ellos mismos, sabrán qué lugar ocuparon cada uno de sus padres en sus vidas, qué lugar quieren que ocupen, pero deben ser ellos mismos quienes se den cuenta.
En realidad, aquel progenitor que abandona a sus hijos es un pobre desgraciado, porque se pierde lo más bello de la vida: la infancia de un hijo.